Leonardo Sáinz Hernández
Putas, en cualquier parte. Pero putas, putas, lo que se dice putas, las de Manzanares. Las putas de Manzanares son damas y son decentes.
Manzanares es una calle que colinda, de una esquina a otra, con el pasado o el porvenir. No va más allá. De seguir de largo, el nombre de la calle cambia y, a la vez, la vida, el pasado y el porvenir. En Manzanares hay todo lo necesario para la repentina necesidad: unos baños públicos, malolientes, muy humildes; pero otorgadores de alivio, higiene y reposo. El restaurante de doña Cele, con comida corrida de veinte pesos más el refresco, y los sábados pozole y birria. El cine Venus, asilo de algunos y vergüenza de los lugareños. La capilla de Señor de la Humildad, una pequeña iglesia que no sólo da sombra y asiento a los desamparados, también abrigo y consuelo. El hotel Palacio, donde las damas del lugar trabajan y, los sorprendidos por la noche, se refugian. También está el comercio de pelucas Amelia, aunque de todos, es el menos favorecido por las circunstancias. Quién en estos días, dama, caballero, usa peluca, si ya ni las pestañas Pixie son de uso frecuente. Al comercio de pelucas Amelia lo frecuentan las damas decentes de Manzanares en busca de algún cambio, coquetería y buen gusto.
Cuando a Marcelino le dijeron que a su hija la habían visto en la ciudad, vestida con una minifalda y, descalzonada, puteando en una banqueta, a uno por uno, a todos los hombres del pueblo, les rompió el hocico. Luego fue para su casa y le dio cuarenta y cuatro bofetadas a su mujer, seguro de que ella era la culpable: por tus malos pensamientos y tus calenturas, pendeja, la niña Gaudencia te salió puta.
Fueron muchos días de peregrinar, desde el domingo que llegó a la central camionera, preguntando por las putas. Las encontró a todas, menos a su hija. El les decía que la suya no era como ellas, que su hija era católica y estudiada, limpia y bien peinada; pero las putas se reían de él, haciéndole perder las esperanzas.
Marcelino buscaba abrigo y consuelo entre las piernas de aquellas mujeres. Dormía abrazado de alguna rubia oxigenada de piel morena, o como cucharita, pegadito a Yadira, la madame de una casona del centro.
Pasaron algunos días y a Marcelino se le acabó el dinero. Fue entonces que pasó de cliente a empleado de la madame. No como pirujo, sino como conserje y guardia personal. Así se ganó el sustento y los favores de aquella mujer de cabellos rojos y sobrados pechos, de hermosos ojos grandes y nariz irreprochable. Bajita, pero peleonera y muy lépera. Marcelino nunca dejaba de sacar de la vecindad a varios cabrones que se merendaban una chamaca y luego se negaban a pagar, o ya con varios jaiboles, golpeaban a la muchacha solicitada. Todas las mañanas, a las nueve en punto, Yadira y Marcelino estaban en la sucursal bancaria depositando el dinero del changarro, las bebidas y hasta las propinas de Marcelino: "Yo te lo guardo, qué tal que te lo gastas, güey". El miraba con atención el fajo de billetes y pensaba: "Esto de los puteros es buen negocio". Sólo a media tarde, faltando un par de horas para abrir el negocio, la madame le daba permiso a Marcelino para ir en busca de Gaudencia.
Por fin, una noche, Vanesa, una musculosa y bien afeitada puta de Tlalpan, le habló de Manzanares: "Yo con gusto trabajaría ahí. Pero no puedo, no soy digna, está fuera de mi alcance, aún si me esforzara, sería inútil".
Una tarde encontró por fin la calle: Manzanares. Un lugar concurrido, donde catorce fulanos de mal aspecto estaban ahí, mirando, indecisos, a las damas.
Marcelino, con su sombrero, destacaba mucho, no sólo por llevar cubierta la cabeza, sino porque era el único al que, aparentemente, lo conducían otros intereses.
Las mujeres de Manzanares eran verdaderas profesionales, por el interés y dedicación, y por lo escrupuloso del método. Además, las normas de higiene eran inflexibles: Eran las únicas que le exigían al solicitante un baño de regadera con agua caliente, así como la compra y utilización de un cepillo para los dientes. Sólo entonces, y si el cliente obtenía un buen arreglo personal, la dama y el caballero podían iniciar una conversación, informal y breve, para luego pasar a los "despachos" del hotel Palacio. Para llegar a la intimidad, el cliente debería aceptar el uso meticuloso de un condón por cada acto a ejecutar, mismo que él debería colocarse en presencia de la dama, y sólo entonces se llevaba a buen término "la negociación".
Marcelino se acercó a una de ellas, que con la mano en la cintura, coqueta, lo invitó a acercarse, moviendo las caderas entalladas en un breve vestido negro. Se saludaron, y ella, con amables palabras, inició diciendo su nombre, lo que a Marcelino le pareció un cortejo:
-No, señorita Débora, no son horas, al ratito, al ratito a la mejor se me ofrece. Mire, yo busco a m'ija, Gaudencia, en el pueblo dicen que la vieron puteando...
-Perdone, pero aquí, en Manzanares, sólo va a encontrar sexoservidoras. Y todas ellas, mis compañeras aquí reunidas, somos las integrantes de este lugar de esparcimiento. Sólo hay una Gaudencia, muy guapa ella, y cumple las funciones de trabajadora social y técnica en educadora de niños. Ella cuida de nuestros hijos y, cuando se ofrece, defiende, como puede, nuestros derechos humanos. Dudo mucho que hablemos de la misma persona. No debe tardar, fue a comer, así que mejor lo invito a que espere allá, con los otros caballeros, y que sea lo que Dios disponga.
Marcelino se quedó pasmado, incómodo, nunca había conocido en su pueblo, ni en su estancia en la ciudad, a una mujer como Débora. Se sintió molesto, ofendido, la joven había herido su orgullo. Fue humillante regresar con los mirones, que se burlaron a carcajadas hasta que se incorporó a la fila.
Entonces una mujer llamó la atención de la concurrencia, despertando en todos no sólo admiración, sino gritos de una necesidad mundana y soez.
Vestía un sencillo vestido azul y tacones altos, el cabello hasta los hombros y un paso seguro hacia las damas, que la saludaron, refiriéndose a ella como señorita. Débora llamó la atención de Marcelino, para que supiera que la recién llegada podría ser su hija. Así que fue tras ella.
Gaudencia rodeó la iglesia y tomó las llaves de su bolso para entrar por una pequeña puerta a un anexo ofrecido por el párroco. Antes de poder cerrar, Marcelino detuvo la puerta, encontrando sus ojos, los de su hija, que mostraron sorpresa. El dio tres pasos al interior, los mismos que dio su hija al retroceder, sin decir palabra.
El lugar era un salón de clases, con pizarrón, bancas, un escritorio, juguetes por todas partes, varios archiveros y estantes con libros de cuentos infantiles y, más allá, cinco cunas cubiertas por velos. Con Gaudencia, otras dos jovencitas se encargaban del lugar, del cuidado de una veintena de niños y niñas, algunos bebés de sólo unos días de nacidos y otros tantos, ninguno mayor de cinco años.
La joven seguía sorprendida por la presencia de su padre, y a Marcelino la tranquilidad de ver a su hija hecha mujer y a cargo de una labor tan digna lo había enmudecido.
Le dijo que se había ido así nomás, sin decir adiós, a manera de reproche, que le llenaron la cabeza de tarugadas, obligándolo a venir a buscarla.
Ella le mostró sus grandes dientes con hollejos de frijoles entre los braquets, feliz por esa, sin duda, muestra de amor. Y le explicó que en el pueblo nunca llegaría a ninguna parte, ni siquiera al altar, con todos los mejores hombres del pueblo "idos a los Estados Unidos". Marcelino comprendió los motivos de su hija, aunque no le convencía el trato diario con las señoras esas, las madres de tanto niño.
Y siguieron la conversación por mucho rato, entre gritos y llantos de niños, o la interrupción de alguna dama que acudía puntual para amamantar a su bebé.
Marcelino le dijo entonces lo de las cuarenta y cuatro bofetadas a su mujer y las amenazas a punto de pistola que le gritó ella, hasta que se aseguró que el camión al que se había subido nunca lo traería de regreso. Gaudencia se preocupó, sabía que su padre, macho e inútil de nacimiento, difícilmente se valdría por sí sólo sin una mujer, en una ciudad desconocida y sin empleo.
Llegó entonces la hora de irse. Gaudencia le ofreció su casa, pero su padre le habló detalladamente de Yadira, de su carácter disparejo pero de cariños suficientes, del giro mercantil de su negocio que, según él, ayudaba a administrar, y del rico pozole estilo Jalisco que sabía cocinar. Le aclaró que no era obligación que le dijera mamá, ni que le besara la mano, que era suficiente que ellas dos se entendieran.
Gaudencia sonrió entonces, con tantas sorpresas recibidas y aún con un secreto sin revelar. Le dijo a su padre que prefería esperar unos días, por lo menos, hasta que él estuviera seguro de que Yadira "no se lo sonara con la mano del metate", y quién sabe, si entonces, hasta la presentaría a su esposo, Macario, y a Lupito, su hijo de brazos, que dormía en alguna de esas cunas, entre varios hijos de puta.
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