jueves, octubre 26, 2006

ALTO


ALTO

David Sandoval

para Oscar David

Siempre me ha dado miedo la sangre, también los accidentes. Creo esas fueron las razones que me alejaron pronto de ahí.
Desde que desperté parecía ser un día precioso, todo comenzaba a tomar un buen camino; había sol, hacía mucho calor y era lunes, por fin lunes... después de tantos lunes sin ir a trabajar. No por mi incapacidad, eso había sido antes, luego vino la liquidación y después los tediosos lunes sin hacer nada, levantándome a las dos de la tarde, las pantuflas debajo de la cama y el noticiero del mediodía (¿a las tres de la tarde?) en la televisión.
¡Qué bueno era tener todavía el microondas! Era de lo poco que no había viajado al empeño, directo y sin escalas. La televisión, el horno y el teléfono; por ahí recibí la noticia; pero antes me había preparado innumerables quesadillas, algunas hasta sin queso. Mientras desayunaba, el teléfono timbró y contesté.
Dos semanas antes: los pies desechos. Caminar y caminar, subir escalones, esperar de pie, sentado, afuera, adentro. Sin una gota de alcohol me parecía insoportable. El recordar aquello era lo que me mantenía sobrio. Un profesor universitario sorprendido en su cubículo con una alumna a medio vestir (¿o desvestir?) echándose unas tacitas de wisky, porque los maestros tomamos café.
A la distancia los veía como aquellas escenas que aparecen en las obras del Divino Marqués de Sade, las pinturitas y litografías de pequeñas orgías en palacios, jardines, bosques, graneros, etc. Esos condes, duques y baronesas con peluca y sin calzones, encima del piano, en el pasto y trepados en un balcón... Lo que me subyugaba de las escenas era la impresión de que siempre alguien del cuadro voltea hacia ti o parece que va a voltear.
Cuando mi esposa —maestra también— me sorprendió con Elena.
Prefiero congelar la imagen y convertirla en una de esas escenas, mejor.
No pasaron más de cinco días para quedarme sin empleo y sin esposa; sin muebles y sin dinero. No importaba, por fin había encontrado un trabajo, tantas solicitudes y entrevistas habían rendido frutos. Parcos pero rindieron: maestro de preparatoria abierta... todos los sábados, pocos alumnos y nada de alcohol. Ahora sí iba en serio.
Subí al coche y el movimiento me hizo percibir la loción y el olor del gel de golpe, me terminé de arreglar el cabello en el espejo retrovisor. Llegué a las oficinas de la escuela, firmé el contrato y me entregaron la “guía de materias de preparatoria en sistema abierto”. Nos vemos el sábado a las ocho de la mañana, ¿okey?, dijo el director; un compañero de una que otra juerga en la universidad. ¿Cómo están tus hijos?, me pregunta. Yo no tengo hijos (ni siquiera esposa, pienso para mis adentros); Ah perdón, te estaba confundiendo con otra persona. Y por cierto, ¿Qué te dio por la prepa abierta?
Salgo feliz de ahí, hasta compré un periódico, caminé aprisa y me puse a imaginar la comida que podría comprar con lo que me pagaran —¡no más queso y tortillas!—. En una de las calles vi varios niños amontonados en torno a un hombre, le compraban helados. ¡Claro! Eran vacaciones, me había olvidado por completo, o no me importaba, que era casi lo mismo. Crucé la calle y me acerqué al paletero. Después del abordaje de los piratas infantiles le pedí una paleta de limón —¿Qué otra podía pedir?—, me dijo que ya no tenía, ni una sola paleta había sobrevivido.
Ahí me entró el calor. Comencé a darme cuenta que un bochorno rodeaba mi cuerpo, estaba sudado y olía, ya no a loción, sino a una mezcolanza de sal, mugre, ropa mal planchada y buen humor. Me importó poco el olor pero el bochorno comenzó a incomodarme. Aquí no hay gitanas que vendan Chemise Lacoste “auténticas”, pensé, lo más saludable sería regresar al auto, encender el aire acondicionado y olvidarme del mundo con mi frescura mecánica del ventilador de un Ford LTD Crown Victoria 1979, verde aceituna, por supuesto.
¿Qué mejor a encender el radio a todo volumen, ventanas cerradas y aire frío a toda potencia? ¿Una mujer al lado quizás? No, debe haber cosas que uno disfrute en su propia soledad, y en eso llegó Santana... “Sacrificio del Alma”, ¡Fuuuta! ¿Qué más puedes pedir? Congas, timbales, un bajo poderoso, una guitarra incisiva y un órgano hammond como jalea revolviendo este caldero musical: tan, tarra-ta, tan, ¡yyyyy! —ésa es la guitarra del Santana— tan, tarra-ta, tan; ¡Carajo! de veras que se pude uno perder con esta música.
Recuerdo que había mucho tráfico, pero nada más salir del centro y todo se calma. ¡Cómo hay gente en la calle a estas horas! Ya sé que es verano y son las cuatro de la tarde pero esto es exagerado, me dije. Entonces subí más el volumen de la radio hasta que retumbara mi Victoria en movimiento. ¡Eso era!, ahorita —en ese momento— se me antojaba una Victoria, otra Victoria... mmmmmh, ya estaba paladeando su sabor; que este calor la convertía en un afrodisíaco, me cae que sí. Para mí solito... ¿sigue siendo afrodisíaco? Creo que no pero me vale. Yo quería una cerveza, echarme en mi cama sin sábanas, en calzones, con una Victoria en la mano, luego vendría otra y otra y hasta que la embriaguez me durmiera.
Me sentía libre, invulnerable, iba a tener dinero nuevamente, tendría niñas y jóvenes a mi alcance: adolescentes en fin de cuentas... todavía podía curar dolencias.
Recuerdo que fui acelerando más y más hasta que comencé a bajar por la avenida, al final había un semáforo; iba a la mitad cuando el verde comenzó a parpadear, aceleré y justo antes de llegar al cruce el foco rojo despojó al amarillo sus instantes de gloria, no me importó, el rojo no me impedía alcanzar mi Victoria.
La cabeza del niño quebró el parabrisas. No pensé que llegara hasta el otro extremo de la acera, recuerdo los ojos estupefactos de sus amigos y las bocas que se abrían, parecían conocidos, no sé porqué. Me alejé pronto de ahí, muy pronto. Lo único que sobrevivió al encuentro fueron los pedacitos de paleta de limón en el cofre.
Y sí me compré mi Victoria.

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