martes, octubre 10, 2006

Una eternidad la esperaría


Una eternidad te esperaría
Laura Fernández-Montesinos Salamanca
Un viaje trasatlántico de catorce horas. Una amarga sensación de somnolencia por no haber podido dormir bien durante el trayecto, y mi hija mayor soportando estoica con toda la paciencia que le permitían sus cuatro años, cada escala, cada espera en las salas del aeropuerto, cada despegue y cada aterrizaje sin haber soltado una sola lágrima. Algunas quejas por la comida, pero yo ya llevaba preparada una carga de dulces y galletas para que no desmayase de hambre, en previsión de que los empellones primero del autocar, y luego el mareo que le produciría el descenso del avión, provocase náuseas en ese frágil, pequeño y fatigado cuerpo de niña.

No era mi ánimo como otras veces, a pesar de las expresiones y las atrevidas afirmaciones de la chiquilla, que tras una hora de demora dentro del primer avión, y sin poder tomar la pista de despegue, se atrevió a lanzar una exclamación de fastidio, para regocijo de los pasajeros que la escucharon:
- Puf!, mamá, ¡Cuánto tarda el avión en llegar a España!.
No pude evitar reírme, a pesar de que el dolor oprimía y atenazaba mi corazón. Mi hija pequeña de menos de dos años se habría de quedar en México, mientras yo me trasladaba con la mayor a España. La situación obligaba a hacerlo así.
Cuando llegamos a Madrid, mi hermano nos esperaba en el aeropuerto. Nunca hubiese esperado verlo tan entero, incluso risueño, bromista. Eso me ayudó a soportar un rato más las lágrimas que con tanta facilidad afloraban a mis ojos desde que me enteré de la noticia. Desde que mi padre me informó que se moría. Serían todavía cinco horas más de traslado hasta la casa donde había vivido mis últimos veintidós años. Cinco horas de charla y llamadas telefónicas, de impaciencia por mi llegada y por la de la niña, a la que no veían desde hacía casi dos años.
- ¿Cómo estás?. ¿Y el viaje?, ¿Qué tal?. ¿Por dónde venís?. – Preguntaba mi hermana por teléfono.- ¿A qué hora estaréis aquí?.- Insistía. Pero aquellas preguntas iban destinadas a decirme algo más que no se atrevía a hacer directamente. Por fin, tras dos o tres llamadas, se armó de valor.
- Laura- me dijo muy seria- Prepárate. Es muy impresionante lo que vas a ver.
- Ya lo sé – le contesté tratando de contenerme.- Solo quiero verla.
Horas después, casi anocheciendo, llegamos a la casa. Me costaba trabajo entrar, pero por otro lado estaba ansiosa por hacerlo. Y lo que ví no era lo que yo esperaba, o lo que yo me había imaginado, tratando de hacerme a la idea de que no sería la misma persona, de que sería una enferma decaída, casi inerme, totalmente estropeada, con la piel hecha trizas, sin el brillo habitual en sus ojos ni la presencia tan particular. Aquella persona que me esperaba al fondo del salón de la casa, ya a media luz por el ocaso, y con las persianas a medio cerrar para evitar el calor insoportable del verano andaluz, era realmente mi madre. La vi desde la puerta sentada en un sillón individual que me pareció su trono, porque su presencia no había decaído en lo absoluto. Era la misma de siempre, la única diferencia era su calvicie por las horas de radio y quimioterapia. Aquella persona sí me impresionó, como ya me advirtió mi hermana, pero por su solemnidad.
- Pareces una reina, ahí, sentada en tu trono-, me dieron ganas de decirle. Cómo me arrepiento de no haberlo hecho.
Nunca hubiese imaginado que mi madre me esperase, cundida de cáncer como estaba, en tan majestuosa postura, en tan soberbia presencia, en su habitual solemnidad. Sus ojos no estaban apagados a pesar de que ya no veían; ni su piel estropeada, a pesar de la cantidad de medicamentos y el veneno que regaba su sangre; sus labios, apretados como siempre, en una mueca que pretendía ser sonrisa; las mejillas sonrosadas; pero aquello que conmovió hasta las más recónditas de las entrañas de mi cuerpo, fue esa postura en majestad. Su solemnidad, su entereza, su presencia. La de la persona que siempre había sido mi madre. Sí, efectivamente era impresionante.
Cuando me acerqué a ella, pensé que me veía, porque movía su cara y sus ojos hacia mí, pero no me reconoció hasta que le hablé.
- Sí, - me dijo- eres Laura- Pero nunca me contestó como estaba, o como se
sentía. Yo hubiese esperado un mal; un fastidiada; un ya estoy harta de médicos y medicamentos; incluso un hoy me siento mejor, o un hoy no me siento muy bien. Pero ella se limitó a mirarme sin verme. Ya no había luz en sus ojos, pero ella lo simulaba muy bien. Allí estábamos todos, y era en realidad lo único que le importaba.
* Laura Fernández-Montesinos Salamanca (Granada, 1969)

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