El Cine Perdido
David Sandoval
Para Nadia
“Hoy, basta oprimir un botón para oír al instante, en la propia casa,
todas las músicas del mundo. Veo claramente lo que se ha perdido.
¿Qué se ha ganado?
Para llegar a toda belleza, tres condiciones me
parecen siempre necesarias:
esperanza, lucha y conquista”
¾Luis Buñuel, Mi último suspiro.
No podía seguir soportándolo. Hora tras hora y día tras día; cansado y en completa soledad. Con todo el dolor de su cuerpo regresaba al eterno trabajo; un pequeño viaje mental había desembocado en la bahía de las Épocas Pasadas, obligándole a preguntarse -una vez más- ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué había sido de su propia vida? No tenía respuestas. Sólo tenía un par de ojos que le permitían trabajar en la planta Herdez, en el departamento de “Control de calidad”, supervisando durante nueve horas y media (con descansos de diez minutos cada hora), latas de champiñones en escabeche. Era un juez de las cabezas blancas que pasaban ante sus ojos, expulsando de una banda sin fin a las no tan blancas. Llevaba así once años. Y estaba harto.
Esos mismos ojos habían contemplado cosas mejores, imágenes habitantes de su desgastada memoria: Rebelde sin causa, Nosferatu, El planeta de los simios, Ben Hur, Viridiana, 2001, El padrino, Indiana Jones, Sólo se vive dos veces, El mago de Oz, Metrópolis, 8 y 1/2... tantas películas que eran propiedad de su infancia se convertían con un poco de ayuda en su única familia. No tenía amigos porque no los buscaba, y no sabemos si su extraño carácter le hubiera permitido hacerlos; pero no había duda de que necesitaba hablar con alguien, no importaba quién fuese, y ahora frente a él tenía champiñones, champiñones y más champiñones; si platicaba con ellos dirían que estaba loco y lo hubieran despedido.
“Siempre hay alguien deseando mi miserable trabajo” dijo; y estaba en lo cierto.
Esa noche ¾fría y después de la lluvia¾ pensó definitivamente en dar una vuelta por el centro de la ciudad, quizá cenar bien y ver una película en algún cine perdido entre las calles llenas de anuncios, indiferencia y vendedores ambulantes. Su maravilloso salario no permitió la cena pero sí el cine; caminó algunas horas y tantos minutos cuando vio el cartel en la pared y sin dudarlo por un momento dijo “Ésa es”.Entró al cine sin siquiera fijarse en dónde estaba desembarcando.
Dentro se respiraba olor a viejo y humedad, a palomitas trasnochadas y chocolates octogenarios. En un desvencijado exhibidor de cristal una señora gorda, canosa y grasienta no quería ser encargada ¾pero tenía que serlo¾ de la dulcería, y su hija, a juzgar por la apariencia menos canosa, sin embargo igual de gorda y grasienta, le había cobrado en la taquilla.
Quiso darse un lujo: comprar palomitas. Al acercarse, la mujer lo miró como si trajera el último insulto de la noche... o el primero; eso nunca lo sabremos. ¿Qué quiere?, ¿cuánto cuestan las palomitas? Hay de doce y de siete; deme una de siete por favor ¾extendió una moneda de diez¾ y cóbrese. Por respuesta una sacudida dejó caer nueve y media palomitas al piso acompañadas de una orden: No tengo cambio. Así, las palomitas de siete se transfiguraron en las de doce, aunque sólo por su precio; no había qué alegar ¾estaba muy cansado¾ y prefirió meterse a la sala.
No le sorprendió que estuviese vacía, dentro se podía nadar en el aire con sabor a rancio y refresco tibio que afuera era de por sí omnipresente. Se sentó a media sala en una butaca que gimió como el último dinosaurio de tan oxidada que estaba. No tuvo que esperar mucho para cuando se apagaron las luces, su expectación se encendió inmediatamente y... comenzaron los comerciales.
Un refresco de tamaño gigante y una música imposible de entender, ensordecedora y fofa. Luego una cerveza que aparenta llegar al final de un anuncio donde abundan traseros y pechos de mujeres, la cerveza chorrea y el hombre babea. Después, las escenas de un filme con karatazos y tangas, en una sucesión tan frenética que no pudo comprender quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Le siguió otro corto de la película sobre una vieja serie de los sesentas ¿o setentas? ¿ochentas quizás? Un refrito más de la larga fila que ahora inunda las pantallas; hasta que por fin cambió el rollo, se escuchó ese zumbido-aleteo como de polilla gigante y comenzó la película.
Por cierto, las octogenarias eran las palomitas, le sabían horrible, seguramente a champiñones en escabeche Herdez.
Comenzó la música y su cuerpo la reconoció al instante; un hormigueo en la nuca y una burbuja que crecía en el estómago, más y más, llena probablemente de maripositas. Entre miles de melodías que había escuchado en su vida, cantadas, silbadas, en el radio o el cine, podía acordarse perfectamente de esta tonada; sí, se la sabía de memoria. Y luego venían las imágenes.
Primero se le erizó la piel de los brazos, luego la espalda y por último las piernas y el cráneo. Su cuerpo zumbaba, con la música y las imágenes; igual que la polilla-proyector a sus espaldas. Un escalofrío lo recorrió desde la nuca hasta la infancia; podía reconstruir ese momento de su vida gracias a la película, quizá no como sucedió en realidad sino como más feliz lo hacía sentirse, lleno de una dicha que jamás había vuelto a experimentar en su breve existencia. Después llegó algo que se atoró en su garganta, los párpados abrazaron tiernamente a los ojos y la vista se tornó borrosa.
Sobreponiéndose a su propia neblina podía percibir el inicio de la película: un pueblito cerca del mar y niños corriendo por sus calles. Entonces las lágrimas no permitieron ver más; unas cuantas cayeron entre las palomitas y también comenzó a sonreír... como hace mucho tiempo no lo hacía; pero esta sonrisa venía de antes, de hace muchos años. Una sonrisa que había quedado sepultada bajo una rutina y cientos de problemas.
Su cuerpo entero ¾ahora se dio cuenta¾ sentía la película, hasta sus orejas estaban rojas, producto de una mezcla de vergüenza y amor que se proyectaba en él y para ella, ¿Cómo era posible que ésas imágenes lo hubieran llevado tan lejos?
Todavía faltaba lo mejor.
De pronto una voz que hace tiempo, mucho tiempo, no escuchaba, resonó en la sala. Era María, la hermosa niña de mejillas brillantes y trenzas largas y oscuras; se sintió más ruborizado: ella fue la primera “actriz” de quien apasionadamente se enamoró. Enjugó sus lágrimas para verla bien, abrió sus ojos, hasta donde los párpados y la memoria se lo permitieron... tanto, que pasó sin dificultades.
Y ahora cuando ves la película descubres a un niño más feliz y risueño que los otros, lo reconoces porque no le gustan los champiñones y siempre que aparece juega con maría.
“Hoy, basta oprimir un botón para oír al instante, en la propia casa,
todas las músicas del mundo. Veo claramente lo que se ha perdido.
¿Qué se ha ganado?
Para llegar a toda belleza, tres condiciones me
parecen siempre necesarias:
esperanza, lucha y conquista”
¾Luis Buñuel, Mi último suspiro.
No podía seguir soportándolo. Hora tras hora y día tras día; cansado y en completa soledad. Con todo el dolor de su cuerpo regresaba al eterno trabajo; un pequeño viaje mental había desembocado en la bahía de las Épocas Pasadas, obligándole a preguntarse -una vez más- ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué había sido de su propia vida? No tenía respuestas. Sólo tenía un par de ojos que le permitían trabajar en la planta Herdez, en el departamento de “Control de calidad”, supervisando durante nueve horas y media (con descansos de diez minutos cada hora), latas de champiñones en escabeche. Era un juez de las cabezas blancas que pasaban ante sus ojos, expulsando de una banda sin fin a las no tan blancas. Llevaba así once años. Y estaba harto.
Esos mismos ojos habían contemplado cosas mejores, imágenes habitantes de su desgastada memoria: Rebelde sin causa, Nosferatu, El planeta de los simios, Ben Hur, Viridiana, 2001, El padrino, Indiana Jones, Sólo se vive dos veces, El mago de Oz, Metrópolis, 8 y 1/2... tantas películas que eran propiedad de su infancia se convertían con un poco de ayuda en su única familia. No tenía amigos porque no los buscaba, y no sabemos si su extraño carácter le hubiera permitido hacerlos; pero no había duda de que necesitaba hablar con alguien, no importaba quién fuese, y ahora frente a él tenía champiñones, champiñones y más champiñones; si platicaba con ellos dirían que estaba loco y lo hubieran despedido.
“Siempre hay alguien deseando mi miserable trabajo” dijo; y estaba en lo cierto.
Esa noche ¾fría y después de la lluvia¾ pensó definitivamente en dar una vuelta por el centro de la ciudad, quizá cenar bien y ver una película en algún cine perdido entre las calles llenas de anuncios, indiferencia y vendedores ambulantes. Su maravilloso salario no permitió la cena pero sí el cine; caminó algunas horas y tantos minutos cuando vio el cartel en la pared y sin dudarlo por un momento dijo “Ésa es”.Entró al cine sin siquiera fijarse en dónde estaba desembarcando.
Dentro se respiraba olor a viejo y humedad, a palomitas trasnochadas y chocolates octogenarios. En un desvencijado exhibidor de cristal una señora gorda, canosa y grasienta no quería ser encargada ¾pero tenía que serlo¾ de la dulcería, y su hija, a juzgar por la apariencia menos canosa, sin embargo igual de gorda y grasienta, le había cobrado en la taquilla.
Quiso darse un lujo: comprar palomitas. Al acercarse, la mujer lo miró como si trajera el último insulto de la noche... o el primero; eso nunca lo sabremos. ¿Qué quiere?, ¿cuánto cuestan las palomitas? Hay de doce y de siete; deme una de siete por favor ¾extendió una moneda de diez¾ y cóbrese. Por respuesta una sacudida dejó caer nueve y media palomitas al piso acompañadas de una orden: No tengo cambio. Así, las palomitas de siete se transfiguraron en las de doce, aunque sólo por su precio; no había qué alegar ¾estaba muy cansado¾ y prefirió meterse a la sala.
No le sorprendió que estuviese vacía, dentro se podía nadar en el aire con sabor a rancio y refresco tibio que afuera era de por sí omnipresente. Se sentó a media sala en una butaca que gimió como el último dinosaurio de tan oxidada que estaba. No tuvo que esperar mucho para cuando se apagaron las luces, su expectación se encendió inmediatamente y... comenzaron los comerciales.
Un refresco de tamaño gigante y una música imposible de entender, ensordecedora y fofa. Luego una cerveza que aparenta llegar al final de un anuncio donde abundan traseros y pechos de mujeres, la cerveza chorrea y el hombre babea. Después, las escenas de un filme con karatazos y tangas, en una sucesión tan frenética que no pudo comprender quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Le siguió otro corto de la película sobre una vieja serie de los sesentas ¿o setentas? ¿ochentas quizás? Un refrito más de la larga fila que ahora inunda las pantallas; hasta que por fin cambió el rollo, se escuchó ese zumbido-aleteo como de polilla gigante y comenzó la película.
Por cierto, las octogenarias eran las palomitas, le sabían horrible, seguramente a champiñones en escabeche Herdez.
Comenzó la música y su cuerpo la reconoció al instante; un hormigueo en la nuca y una burbuja que crecía en el estómago, más y más, llena probablemente de maripositas. Entre miles de melodías que había escuchado en su vida, cantadas, silbadas, en el radio o el cine, podía acordarse perfectamente de esta tonada; sí, se la sabía de memoria. Y luego venían las imágenes.
Primero se le erizó la piel de los brazos, luego la espalda y por último las piernas y el cráneo. Su cuerpo zumbaba, con la música y las imágenes; igual que la polilla-proyector a sus espaldas. Un escalofrío lo recorrió desde la nuca hasta la infancia; podía reconstruir ese momento de su vida gracias a la película, quizá no como sucedió en realidad sino como más feliz lo hacía sentirse, lleno de una dicha que jamás había vuelto a experimentar en su breve existencia. Después llegó algo que se atoró en su garganta, los párpados abrazaron tiernamente a los ojos y la vista se tornó borrosa.
Sobreponiéndose a su propia neblina podía percibir el inicio de la película: un pueblito cerca del mar y niños corriendo por sus calles. Entonces las lágrimas no permitieron ver más; unas cuantas cayeron entre las palomitas y también comenzó a sonreír... como hace mucho tiempo no lo hacía; pero esta sonrisa venía de antes, de hace muchos años. Una sonrisa que había quedado sepultada bajo una rutina y cientos de problemas.
Su cuerpo entero ¾ahora se dio cuenta¾ sentía la película, hasta sus orejas estaban rojas, producto de una mezcla de vergüenza y amor que se proyectaba en él y para ella, ¿Cómo era posible que ésas imágenes lo hubieran llevado tan lejos?
Todavía faltaba lo mejor.
De pronto una voz que hace tiempo, mucho tiempo, no escuchaba, resonó en la sala. Era María, la hermosa niña de mejillas brillantes y trenzas largas y oscuras; se sintió más ruborizado: ella fue la primera “actriz” de quien apasionadamente se enamoró. Enjugó sus lágrimas para verla bien, abrió sus ojos, hasta donde los párpados y la memoria se lo permitieron... tanto, que pasó sin dificultades.
Y ahora cuando ves la película descubres a un niño más feliz y risueño que los otros, lo reconoces porque no le gustan los champiñones y siempre que aparece juega con maría.
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