El Rayo Escultor
David Sandoval
Para Pepe C., otro carveriano
Anoche, muy tarde ya, vi en televisión un documental sobre el escritor norteamericano Raymond Carver. Como uno más de sus personajes, me sentía torpe, insomne y ligeramente solitario.
Los destellos y resplandores de mi televisión a no sé qué horas en la madrugada me parecieron semejantes a los de una fogata de algún explorador perdido en algún bosque perdido. Por desgracia mi fuente de luz no era fuente de calor y tendría que conformarme con una taza de desabrido café.
Vi por primera vez a Raymond Carver y lo escuché narrar con su voz algo ronca y grave uno de tantos relatos cuya lectura me había mantenido despierto; luego estaba hablando ante la cámara, respondiendo posiblemente a un interlocutor y ahí, después de observar detenidamente, me di cuenta de lo que había supuesto.
Tenía esa mirada inquieta y acelerada de alguien que ha vivido fragmentariamente o convertido en fragmentaria su vida. Esa mirada proveniente de unos ojos claros, semejantes a los de un animal nocturno cuando lo iluminan las lámparas, en un cuerpo amplio, tranquilo y manso, con el cabello corto, parecido al que usan los detectives en las películas de los años cincuentas.
Una camisa blanca de manga corta, con una bolsa en el pecho -sin nada en particular- y pantalones de lona más corrientes que comunes me convencieron de que era él. Creo que emanaba de esa imagen una suerte de dilatación, de suspensión inconsciente que permite escribir algo como “Catedral”, donde un invidente pide que le describan una edificación como esa.
Sus familiares y amigos lo llamaban “Ray”, rayo en español; quizá una traducción literal. Previniendo a los incautos y estáticos les diré que “Ray Carver” -traducido salvajemente- sería “rayo escultor” o “rayo incisivo”.
Eso es para mí Raymond Carver.
Sus cuentos parecen creados de golpe y con un tronar lejano que cimbra el horizonte, son cortos destellos que anuncian una tormenta y pueden darse en un día soleado, podría decir también que el rayo es breve, poderoso, fugaz y certero -todos ellos adjetivos- y eso, la carga subjetiva del que observa, del que siente, era el elemento usado por Ray para lograr la intimidad con el lector, ¿cómo? Suprimiéndolos de la escritura.
Lo que no se dice pero se deduce, la sugerencia casi silenciosa que produce aglutinar detalles de la vida cotidiana eran su especialidad, como en el relato “Elefante”, donde lo que rodea a una llamada telefónica puede ser más importante que lo dicho por la línea.
No quiero tratar aquí la polémica sobre la autoría de sus relatos, que si su editor –Gordon Lish- se permitió alterar los finales de sus historias, que si escribía demasiadas palabras; pensaré que Ray escribía a golpes, a martillazos, como un Vulcano desterrado por sus vicios. No podría ser de otra forma: fue alguien rechazado cuando necesitaba aceptación y admirado cuando necesitaba tranquilidad para replantear su vida.
Confiesa en el documental que le gustaba pescar salmón y desde su adolescencia dijo que quería ser escritor. Tenía una nueva esposa –su Adorada Tess- y el último libro que publicó, ya sobrio y con cáncer en el pulmón, era dedicado e inspirado por ella.
En las últimas fotografías que muestra el documental se le ve como un viejo trailero o cazador retirado: camisa de franela a cuadros, jeans gastados, botas de minero, gafas “Ray-Ban” y una gorra con parche, ¿nada extraordinario, verdad Ray?
No hay algo más y Ray lo sabía, ¿qué de bueno puede quedar en este mundo?, quizá la pregunta sea ¿Alguna vez ha habido algo bueno en este mundo? Pregunta sin fondo, respuesta sin fondo; por eso creo que a Ray no le importaba.
Son esos pequeños reflejos, donde se observa a uno mismo, los que valen la pena, pero solo una situación tajante, extraña, álgida, permite las combinaciones de espejos. Uno de los espejos -algo distorsionado- es el alcohol y Ray lo experimentó desde casi todos los ángulos: ebrio, alcohólico, rehabilitado y sobrio pero sobre todo como un cronista conocedor del tema.
Sin embargo su estilo no representa la relación del alcohol con el humano sino explorar las combinaciones que dan retratos, anónimos y sin embargo tan próximos que llegan a ser macabros y aun así puede sonreírse en algún punto de la narración, ¿qué es un relato contado sino un cementerio?
Ray, me gustaría platicar contigo, escuchar qué haces ahora cuando te levantas, seguramente barres la entrada de tu casa o haces el café de la mañana como muchos de tus personajes, como yo también.
Cierto, escribo esto para satisfacer mi egoísmo y ojalá terminaran estas líneas revelándose como creación de uno más de tus personajes –que prometo no volverá a aparecer- quien se queja ante su creador.
Desgraciadamente no es así y afortunadamente nos topamos; nos conocimos porque conocemos a esos personajes de los que hablas, los he visto en carne y hueso, con otros nombres tal vez pero con el mismo peso de la soledad a cuestas y sé que si nos encontráramos realmente por la calle, después de haberte dicho cuánto te admiro dirías “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”
Habrá que seguirte leyendo, posiblemente me encontraré por ahí regando el jardín o manejando hacia el trabajo, esperando el gran momento de la vida, ese que en realidad –lo sé desde ahora- no me embestirá nunca.
Anoche, muy tarde ya, vi en televisión un documental sobre el escritor norteamericano Raymond Carver. Como uno más de sus personajes, me sentía torpe, insomne y ligeramente solitario.
Los destellos y resplandores de mi televisión a no sé qué horas en la madrugada me parecieron semejantes a los de una fogata de algún explorador perdido en algún bosque perdido. Por desgracia mi fuente de luz no era fuente de calor y tendría que conformarme con una taza de desabrido café.
Vi por primera vez a Raymond Carver y lo escuché narrar con su voz algo ronca y grave uno de tantos relatos cuya lectura me había mantenido despierto; luego estaba hablando ante la cámara, respondiendo posiblemente a un interlocutor y ahí, después de observar detenidamente, me di cuenta de lo que había supuesto.
Tenía esa mirada inquieta y acelerada de alguien que ha vivido fragmentariamente o convertido en fragmentaria su vida. Esa mirada proveniente de unos ojos claros, semejantes a los de un animal nocturno cuando lo iluminan las lámparas, en un cuerpo amplio, tranquilo y manso, con el cabello corto, parecido al que usan los detectives en las películas de los años cincuentas.
Una camisa blanca de manga corta, con una bolsa en el pecho -sin nada en particular- y pantalones de lona más corrientes que comunes me convencieron de que era él. Creo que emanaba de esa imagen una suerte de dilatación, de suspensión inconsciente que permite escribir algo como “Catedral”, donde un invidente pide que le describan una edificación como esa.
Sus familiares y amigos lo llamaban “Ray”, rayo en español; quizá una traducción literal. Previniendo a los incautos y estáticos les diré que “Ray Carver” -traducido salvajemente- sería “rayo escultor” o “rayo incisivo”.
Eso es para mí Raymond Carver.
Sus cuentos parecen creados de golpe y con un tronar lejano que cimbra el horizonte, son cortos destellos que anuncian una tormenta y pueden darse en un día soleado, podría decir también que el rayo es breve, poderoso, fugaz y certero -todos ellos adjetivos- y eso, la carga subjetiva del que observa, del que siente, era el elemento usado por Ray para lograr la intimidad con el lector, ¿cómo? Suprimiéndolos de la escritura.
Lo que no se dice pero se deduce, la sugerencia casi silenciosa que produce aglutinar detalles de la vida cotidiana eran su especialidad, como en el relato “Elefante”, donde lo que rodea a una llamada telefónica puede ser más importante que lo dicho por la línea.
No quiero tratar aquí la polémica sobre la autoría de sus relatos, que si su editor –Gordon Lish- se permitió alterar los finales de sus historias, que si escribía demasiadas palabras; pensaré que Ray escribía a golpes, a martillazos, como un Vulcano desterrado por sus vicios. No podría ser de otra forma: fue alguien rechazado cuando necesitaba aceptación y admirado cuando necesitaba tranquilidad para replantear su vida.
Confiesa en el documental que le gustaba pescar salmón y desde su adolescencia dijo que quería ser escritor. Tenía una nueva esposa –su Adorada Tess- y el último libro que publicó, ya sobrio y con cáncer en el pulmón, era dedicado e inspirado por ella.
En las últimas fotografías que muestra el documental se le ve como un viejo trailero o cazador retirado: camisa de franela a cuadros, jeans gastados, botas de minero, gafas “Ray-Ban” y una gorra con parche, ¿nada extraordinario, verdad Ray?
No hay algo más y Ray lo sabía, ¿qué de bueno puede quedar en este mundo?, quizá la pregunta sea ¿Alguna vez ha habido algo bueno en este mundo? Pregunta sin fondo, respuesta sin fondo; por eso creo que a Ray no le importaba.
Son esos pequeños reflejos, donde se observa a uno mismo, los que valen la pena, pero solo una situación tajante, extraña, álgida, permite las combinaciones de espejos. Uno de los espejos -algo distorsionado- es el alcohol y Ray lo experimentó desde casi todos los ángulos: ebrio, alcohólico, rehabilitado y sobrio pero sobre todo como un cronista conocedor del tema.
Sin embargo su estilo no representa la relación del alcohol con el humano sino explorar las combinaciones que dan retratos, anónimos y sin embargo tan próximos que llegan a ser macabros y aun así puede sonreírse en algún punto de la narración, ¿qué es un relato contado sino un cementerio?
Ray, me gustaría platicar contigo, escuchar qué haces ahora cuando te levantas, seguramente barres la entrada de tu casa o haces el café de la mañana como muchos de tus personajes, como yo también.
Cierto, escribo esto para satisfacer mi egoísmo y ojalá terminaran estas líneas revelándose como creación de uno más de tus personajes –que prometo no volverá a aparecer- quien se queja ante su creador.
Desgraciadamente no es así y afortunadamente nos topamos; nos conocimos porque conocemos a esos personajes de los que hablas, los he visto en carne y hueso, con otros nombres tal vez pero con el mismo peso de la soledad a cuestas y sé que si nos encontráramos realmente por la calle, después de haberte dicho cuánto te admiro dirías “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”
Habrá que seguirte leyendo, posiblemente me encontraré por ahí regando el jardín o manejando hacia el trabajo, esperando el gran momento de la vida, ese que en realidad –lo sé desde ahora- no me embestirá nunca.
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