EN EL NOMBRE DE ALÁ
Laura Fernández-Montesinos Salamanca
Por la boca se me derramaba un chorro de sangre tras la tajada que aquel bruto de coraza de cuero, me había propinado en medio de una simple escaramuza.
-¿Es que no veis que se trata solo de una intimidación?- gritaba uno de esos grandes que mandaban un ejército de bravucones que buscaban pelea a toda costa.
Pero los ojos negros violentos de aquel guerrero gigante con tocado de piel, de ojos rasgados, labios rojos y finos, y una impasible mirada sin ver a nadie más, ni más lejos que lo que tenía en frente, no se contenía por una simple orden.
No había certeza si aquellos salvajes embestirían como mamuts, o si se resistirían a las órdenes de unos cuantos de esos que los mandaban, que solo Dios – o quizás su Dios- conocía. Y es que no podríamos saber, a la vista de la desorganización y los gritos despiadados y aterradores que emitían a todo pulmón aquella manada de perros sarnosos que parecían, qué clase de jefes ejercían rango, si comandantes, generales, o simples jefes de tribus.
Un temor espantoso empezaba a recorrerme la espina dorsal. Indudablemente, aunque solo fuese a lo lejos, parecía aquella horda de bestias impías, una mole de gigantes con el cabello largo, trenzado a jirones. Y sus ojos, tan estrechos como el fino filo de mi cimitarra, parecían impedidos de visión. Pero atacaban impávidos, como posesos por una fuerza infernal y una sacudida demoníaca. Acaso poseídos por el maligno, quizás de alma vendida… no lograba dominar el terror que comenzaba a cundir por todo mi cuerpo.
Miré en derredor. Los soldados a mi cargo no parecían más serenos que yo mismo. Algunos mostraban en sus rostros el mismo terror que yo debía ocultar. Otros se veían vagamente tentados a abandonar las armas y huir despavoridos. Pude observar incluso, que el orden alineado de las tropas, sus uniformes engalanados, y la obediencia de que hacían gala, podrían venirse abajo de demorar un poco más la orden de atacar.
No tenía más remedio que ordenar … Pero… ¿Repliegue ante aquella basta mole de bárbaros mogoles?... O … Ataque hasta el honor de la muerte, y que El Altísimo nos acoja en su gloriosa morada eterna…
-¡Ataque sin piedad!.- Grité de repente. Como redimido por mis dudas, comprendí de inmediato que para eso estábamos allí. Y que no habría nada que nos impidiera morir por salvaguardar la patria, el orden y la armonía ante una bandada de salvajes impíos y brutales que buscaban apoderarse de todo lo nuestro. Mujeres y niños, esclavos, riquezas, tierras, todo lo que poseíamos…
- ¡No estamos aquí para vivir!.- grité a los soldados- Dios nos espera con una eternidad de dicha a los que muramos en batalla. Y de no hacerlo así, que las bestias inmundas, aquellas que ya corren hacia nosotros sin esperar, aquellos que no tienen ni un ápice del terror que nos consume a la nación civilizada, se ceben con nuestros despojos…
Aquellas palabras que de repente resonaron como eco en la caja de mis pulmones, alentaron a los soldados. Regresé la mirada a las tropas. Esta vez mi confianza los hizo levantar los ojos de terror, con más seguridad y gallardía. No cesaría el miedo, era cierto, pero el ánimo y la seguridad de la muerte noble, hizo reaccionar los cuerpos y los brazos entumecidos de dudas y temeridad. Los sables se irguieron honrosos, y las piernas apretaron la montura desde sus sillas, con plena seguridad, esperando la orden de partir hacia el centro de aquella masa informe y desordenada de guerreros inmensos.
Morir por justicia, si Alá lo demandaba, moriríamos.
El grito de ataque se vió seguido de inmediato por el toque de trompa. Tanto ímpetu hizo que me tambalease sobre el caballo, que vibró, movió tan bruscamente su cabeza al sentirse aturdido por el alarido, que se encabritó. Frené para no resbalar del animal, y lo zarandeé repetidamente antes de hundir las espuelas hasta la carne, y partir de inmediato al galope para recuperar el equilibrio. Lo logré por instantes. El caballo galopó tan poseído por el maligno como los salvajes mogoles…
Solo recuerdo que mi guardia me había seguido y detenía las dentelladas y las cuchilladas que lanzaban los salvajes sin ton ni son… alguna fuerza sobrehumana los hacía permanecer de pié. Sin orden ni concierto. Aquellos fantasmas gigantes de ojos rasgados, peleaban como verdaderos animales por un pedazo de carne en la selva. No acertaba a entender porqué Alá permitía que nos deshicieran en un campo de batalla cuidadosamente premeditado. Llevaban las de perder. Eran solo una jauría frente a un coordinado ejército islámico; y aquel gran jefe de tribu, general, comandante, o solo el Altísimo comprenderá qué endemoniado cargo tendría, puesto que no se diferenciaba en lo más mínimo del resto de salvajes, gritaba que solo era una escaramuza…
¡Una escaramuza!… ¡ja!. Con el terror con el que nos habíamos mantenido horas antes sobre el caballo, en orden perfecto de batalla, alineados como los cánones de la guerra dictan, mirando a las hordas violentas…
-¿Escaramuza?- le grité en su lengua mogola… No sé si se paró a entender, pero de repente solo ví sangre en su dentellada de piezas partidas y amarillentas, hasta que pude percibir el hedor de su boca; y aquel gigante lanzó su burda arma, sin apenas filo sobre mi cara…la sangre manaba a chorros, pero no me derribó de inmediato, seguí luchando, sin dolor ni discordia. Como otro salvaje que solo pretende conservar su vida, y como animal, como salvaje, hundí mi arma en el estómago desprotegido de aquella mole, no acierto a atinar si hombre o animal…entonces, liberado ya del enemigo, me sentí tambalear, cuando mi guardia cubrió mi cuello de otra dentellada mortal de una sierra mogola que me atenazaba por el costado. Gracias a Alá que los alfanjes de mi guardia atacaron primero, y cayó el enemigo, casi al mismo tiempo que caía yo, aturdido por la sangre perdida…
Esta vez ganamos. La batalla o la escaramuza, como dijera aquel jefe mogol, que terminó moribundo resbalando en la sangre que se encharcaba sobre la hierba, ensartado en la punta de la media luna de nuestro estandarte musulmán, había terminado, sólo porque la noche había caído.
Las tiendas están a estas horas de la madrugada, repletas de heridos. Ni siquiera tuvimos el tiempo, ni el ánimo, ni el valor, ni los hombres, para recoger la cosecha de tan disputada batalla. El botín tendría que esperar. Quizás al alba, si mi ejército seguía en pié, siquiera con cien hombres…¿O serían unos cincuenta los que quedaban intactos?. Nunca lo supe. Pero de siete mil que partieron de Damasco a detener la incursión mogola en el Imperio islámico… mi ejército estaba hecho añicos… Añicos como el mismo ejército mogol, si es que a aquella horda podría llamársele ejército, aún a sabiendas que el único, quizás, de los que no habían caído en medio de aquella brutalidad sangrienta, era el mismísimo Gengis Khan…
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